La "rumba" nocaimera en las décadas de los ochenta y noventa se movió en unos escasos pero divertidos establecimientos, sin duda. Como el objetivo de este blog es hablar de los temas de los cuales fui testigo, por eso mencionaré únicamente los lugares en los que pude estar físicamente. Siendo muy niño recuerdo que las fiestas especiales se realizaban en el Club Social Privado conocido como Imanaco, propiedad de unos cuantos vecinos de familias tradicionales, cuyo su nombre era derivado de las letras que conforman la palabra Nocaima pero en otro orden. Es obvio que la visión de este club era la de tener un lugar para la diversión, inicialmente exclusivo de los socios, pero que a través del tiempo, cedió su espacio para el alquiler de recepciones de quince años, matrimonios, grados, etc. Pero también se prestó para organizar eventos conocidos como coca-colas bailables, minitecas y viejotecas, cuyo interés era el de reunir fondos para distintas actividades, casi siempre de carácter escolar y otros de tipo social.
Al comienzo de los ochenta, los hermanos José y Antonio Pico, abrieron la panadería Pico-Pico, en un local de propiedad de la familia Hernández Velázquez. Este lugar no era exclusivamente un expendio de pan, sino que además vendía licor en un salón contiguo que daba al patio principal de la casa, en donde estaba adecuado con mesas y una pista central para bailar. Generalmente los clientes de este sitio eran los campesinos que venían de las veredas del pueblo a mercar o a otro tipo de diligencia, y que casualmente era el domingo en la tarde en donde se reunían a beber, muchas veces acompañados de empleadas del servicio doméstico.
Una anécdota revelada por el hermano menor de los propietarios -mi estimado amigo y colega Henry Leonardo Pico-, cuenta que para esa época él era el encargado de llevar los desperdicios de la cocina y la panadería -la popular lavasa- a la casa paterna, ubicada en la vereda San Cayetano. Cuando el muchacho se disponía a sacar en unas ollas gigantes los desperdicios debía cruzar por toda la pista de baile, pidiendo permiso para su paso, pero con el infortunio que limpiaba los bordes de las vasijas repletas de nata y comida, en los pantalones de los bailarines, dejando una "hermosa" raya convirtiéndola en una marca personal.
Un tiempo después los Pico se trasladaron para el frente, pero no solo reubicaron la panadería, sino que instalaron un asadero de pollos, así que obviamente el establecimiento cambió su razón social por: Panadería y Asadero Pico-Pico. La rumba criolla continuó allí, pero en el local que habían cedido, apareció un nuevo negocio: El Salón Donde Milo. Sitio exclusivo de bebida y rumba, propiedad de Pedro Emilio "Milo" García y su esposa Nelsy Hernández. Este lugar con un enfoque más urbano, fue frecuentado en su mayoría por jóvenes estudiantes, debido a que un nuevo género musical comenzaba a inundar las radios de la época: el merengue dominicano. Wilfrido Vargas, Jossie Esteban y la Patrulla 15, Bonny Cepeda, Juan Luis Guerra, Willie Berríos, Cuco Valoy, y muchos más, conquistaron el corazón de los adolescentes de ese momento. El merengue era un baile sencillo si se trataba de hacerlo de manera tradicional, pero complejo, si se le quería dar un toque de fantasía y acrobacia. Nunca pude entender cómo se pudo evitar un esguince o fractura, o hasta una vomitada con las cincuenta mil vueltas y cruce de manos y brazos que se debían hacer para descrestar tanto a la pareja como a los otros bailarines, esto realmente, sí que era todo un espectáculo.
Paralelamente al Salón Donde Milo, existía en el barrio San Joaquín -nuestro tradicional "Barrio" a secas-, en mi concepto y corazón, el mejor el establecimiento de todos los tiempos: La Caseta Los Ocobos. El lugar propiedad del querido profesor Camilo Matiz Bohórquez, sin duda alguna fue el sitio de rumba de la inmensa mayoría. Fue el lugar de varias generaciones que se reunían todos los sábados después de las nueve de la noche hasta la una de la mañana; sábados y domingos cuando era festivo, y hasta el amanecer en navidad y año nuevo.
Para aquel entonces el camino a Los Ocobos era por una trocha, que en invierno se convertía en un verdadero lodazal, pero que no causaba ningún impedimento para cumplir con la cita todos los sábados en las noches. Curiosamente, la Caseta no tenía dentro de su encanto la música, criticada por la mayoría de los asistentes, pero que para nada minaba las ganas de los visitantes, que durante el transcurso de la noche iban llegando hasta copar el lugar casi a las once. Fueron más o menos veinte años en donde se le dio "lora" a los tranquilos habitantes del retirado barrio, que terminaron por acostumbrarse al ruido causado por los gritos, y a veces hasta peleas, de los borrachitos que salían despachados por la famosa frase del profe Camilo: "Esto se quiere acabar".
Tal vez en encanto de Los Ocobos estaba en su trayecto del barrio hacia el pueblo. Un camino con poca iluminación, el paso por el Cementerio, y la curva del Periquitero, hacían de este recorrido un buen ambiente para el amor y el deseo. Muchas historias están guardadas desde la caseta hasta donde Don Pedro García, sitio donde curiosamente la iluminación nocturna siempre fue constante. Seguramente la Caseta de Los Ocobos tendrá una historia particular dentro de mis relatos porque no cabe en unas cuantas líneas, deberá estar en una entrada especial.
A finales de los ochenta y comienzo de los noventa, existieron dos sitios particulares que brindaron un cambio de ambiente dentro de los otros establecimientos, porque sirvieron de preámbulo para la rumba nocturna, especialmente en Los Ocobos. Estos fueron: La Pelusa y la Media Luna. Lugares que tuvieron una actividad más cercana hacia las “fuentes de soda”, en donde se podía comer un helado, tomar un refresco, una gaseosa o una cerveza. La Pelusa original, propiedad en un comienzo de Guillermo “El Negro” Delgado y luego de Lucia “Mochila” Rojas, era una caseta de madera, más parecida a un CAI bogotano -incluso algunos lo llamaron así-, que le daba un toque especial al recién construido parque municipal. Luego de unos años fue trasladado el establecimiento al interior de las escaleras principales del atrio. Un cambio que presentó bastante resistencia, pero con el tiempo nos fuimos acostumbrando.
La Media Luna, de propiedad de Laura Luna, fue el sitio "cool" de la época, visitado principalmente por los “gomelos” de ese entonces. La música preferida era pop en inglés y el pseudo rock en español. Y su bebida especial: la cerveza Club Colombia. Su principal actividad fue la venta de comidas rápidas, que sin duda, le daban un toque diferente al comercio local. Inicialmente fue inaugurada en un pequeño espacio de la casa del profesor Héctor García, pero que no demoró en trasladarse hacia otro sitio muy cercano, de propiedad de la Familia Hernández Osorio. Fue allí en donde se constituyó en uno de los mejores sitios del momento. Le daba un aire de cambio porque no quedaba dentro de la calle tradicional de los establecimientos de venta de licor. El solo hecho de tener que cruzar el parque, hacía que ese cambio fuera un pequeño tour dentro del pueblo. Desde luego, la Media Luna también es uno de esos sitios que está dentro del corazón de muchos nocaimeros.
Existieron otros sitios para rumbear o tomar cerveza que no trascendieron tanto, pero que sirvieron de alternativa, tales como la Taberna de Carlos Escucha, La Fuente de Soda de Carmenza Enciso, la Discoteca Escucha Mi Son de Humberto Escucha, Forcha, Guarapo y Pola de Luis Enciso, y muchos más. De todo lo anterior, surgió una pequeña tradición que será una próxima historia: Las Casetas de comida de La Plaza de Mercado. “! Ay, qué dolor!”